viernes, 27 de noviembre de 2015

El silencio


Lo único que nos diferencia de un trozo de tierra es la palabra. Lo que pensamos, lo que escribimos, lo que expresamos, pero, sobre todo, lo que no decimos. Es en lo que callamos donde cargamos lo que realmente somos. En lo que decidimos no hacer de otros. Quizá porque toda existencia que se exhibe en exceso termina traicionando a sus miserias. Y hay quien llega desequipado para la exhibición. Que nació para escoger siempre, de las cuatro esquinas del ring, la que acumula más sombra. Para quien, cuando la pena abraza, la ocultación es la única gramática posible. Le ocurrió a von Kleist, que, esperando a que su tormenta interior amainara para contárnosla, se le pasó la vida.

El silencio se forma de fragmentos de personas que viven, en su mutismo, obligadas a sumirse en un baño de buena fe y mejores voluntades hasta mear rosa. A merendar tardes de consejos que prometen, pero no cumplen. A macerar el peso del recuerdo en una noche de Moêt Chandon (que siempre es un recurso de más grados) tratando de empaparlo de una de esas verdades sencillas, pero sin tener idea de lo que se hace. Sólo consiguiendo empujar la vida hacia adelante. Brindarle un soplo de aire concentrado servido en copa de cristal. Una manera como otra de potabilizar la historia personal. Sabiendo que nada de lo que sucede viene con la franqueza que se le supone. Para después seguir deslizándose por el tiempo con una caligrafía imposible, como el que opta ya por no dejarse entender.

El silencio suele ser una enfermedad grave de la palabra. Un intento de embellecer la vida mientras se aplazan verdades. Una necesidad también. Un tango en el que ponemos a bailar al dolor con la cordura sin melodía por no despertar conciencias. Todos viajamos con un punto de esta omisión en la boca del alma. Todos libramos alguna vez una batalla de la que el resto no sabe nada. Es, quizá, una forma clandestina de superación cuando la realidad parece apenas un tinte de absurdos malentendidos. Cada cual tiene sus bálsamos para intentar aparcar un momento la agria pobreza de la felicidad.

Son ganas de que cuente más lo que se escucha que lo que se dice. Lo que debería oírse que lo que se grita. Ganas de que llegue alguien con la paciencia necesaria para que nos expliquemos hasta que acertemos a decir una verdad desnuda. Aun sabiendo que la paciencia no supera tres segundos de silencio, que romperlo no lleva a ninguna parte y que en este caos del mundo se está solo demasiadas veces.

Francisco Brines escribió una vez: "Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde". Yo sé que las verdades más sinceras se encuentran en lo que expresamos en silencio. Que la palabra que más vale es la que no se dice.

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