miércoles, 17 de febrero de 2016

Errar es inhumano


Si hay algo que resulta fácil de hacer es equivocarse. Y si hay algo que resulta todavía más común es no ser capaz de admitirlo. Con ese absurdo afán de acabar siendo siempre un poco menos de lo que somos, procedemos traspapelado a conciencia los errores que son nuestros. Justificándonos, por no reconocer, con una oratoria sin sustancia de cola de súper. Buscando, con vocación de ofensa, la parte de responsabilidad que no nos toca para curarnos de la que sí. Casi instintivamente tratamos de ocultar en un macramé de excusas mal anudadas esa franqueza que tanto pesa con la mal medida finalidad de sentirnos por encima de lo que somos en realidad. Seres humanos sin faltas aunque sea una contradicción. Nos cuadra más escapar con la razón que quedar por imperfectos. Porque hemos interiorizado que una mala conciencia se soporta mejor que una mala reputación. Pero este blindaje de hojarasca no suele salir rentable.

No asumir imperfecciones nos hace más distinguidos pero menos humanos. Malescondemos tras un cristal de orgullo sin pulir una de las razones que más amor despierta. La humildad se nos pierde por un error de cálculo. Porque nunca pesó más la soberbia que lo que se llevó por delante. Pero nos gusta flotar, como los peces muertos. Y así la nobleza se nos va quedando corta aun cuando no existe nada más adorable y sincero que alguien que se reconoce los defectos voluntariamente. Que vuelve "con la frente marchita" y toda esa ternura de la segunda mano. Que vuelve de puntillas como el que regresa a por algo que se dejó. Que vuelve para volver a equivocarse. Pero que vuelve... Creo que volvería a confiar en ti si por una sola vez pudieras decir "me equivoqué".

La realidad, sin embargo, es que hay una dosis sumamente limitada de espíritu crítico en todo lo que acontece. Errar y apuntar hacia otro lado son un sólo gesto desde que descubrimos que sacudirse la culpa de encima tiene el efecto inmediato de un remedio farmacéutico y liberador. Tanto es así que incluso la política (quién lo hubiera imaginado) es bastante reacia a examinarse a sí misma. Sale siempre a justificarse y nunca a apropiarse de sus infamias. Jamás se le ha oído una autocensura a ninguno de sus componentes. Y yo creo que provocaría auténtica sensación en nuestro país un líder político que hiciera un ejercicio de sincera autocrítica y alabanza de las virtudes de sus adversarios. Pero un mes y medio después de las últimas generales, la impresión colectiva sigue siendo que allí no perdió nadie. Son el vivo ejemplo de cómo no estar a la altura ni de puntillas y caminar como el que da la talla. La izquierda, con menos votos que nunca, celebrando su mejor resultado. Y la derecha, con la barbilla tocando el barro, sacando a Esperanza Aguirre a la calle, antes de dimitir por segunda vez y no del todo, a hablar de las continuas redadas en la sede del PP como el que habla del menú del día. Los lunes, gazpacho y los jueves, en Génova, registro policial.

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domingo, 7 de febrero de 2016

Vivir en la mentira

En 1996, Gary Webb, un periodista estadounidense, destapó el escándalo de cómo la CIA había participado en una red de tráfico de drogas, inundando de crack los barrios negros del país, para abastecerse de armas y financiar guerras ilegales. Ocho años después, Gary Webb apareció muerto en su apartamento con dos tiros en la cabeza. La policía determinó que había sido un suicidio. Seguramente nadie se preguntó cómo alguien que se suicida de un tiro en la cabeza se dispara una segunda vez.

En un mundo en el que se mata y se olvida con igual empeño, nos hemos acostumbrado a vivir en la mentira. Porque sabe mejor. Hay verdades demasiado ciertas para ser escuchadas. Y, desde la conveniencia y la comodidad, la mentira resulta mucho más fácil de creer. Nos convencemos, para mentir, de que hay intereses que van mucho más allá de la verdad, lo cual amortigua las nuevas conciencias de vertedero que nos estamos ocupando de fomentar. Pero, con este aval ético, no se puede andar la vida. La mentira es la materia que da cuerpo a nuestros días, ese cubo de fango en el que hay que buscar a paladas lo auténtico. Existe, pero se encuentra al fondo, allí donde nadie se asoma ya. A la fuerza nos tomamos mucho más en serio el engaño que la certeza y, para muestra, sirva la imagen de Pablo Iglesias, quien, para asistir a la gala de los Goya, se viste de pajarita y para ir al congreso, cuando va, se pone la camisa de antes de ayer. Porque es mucho más serio el cine que la política, la ficción que la realidad.

El alcance de cualquier actuación de la casta o de la rasta deja siempre una calderilla de falsas sandeces salpicada de alguna foto impostada que se convierte en la pimienta de todas las salsas periodísticas el día después. Su único trabajo consiste en distraer la evidencia y en desacreditar la realidad. Se mean en las tapias del futuro porque algo les dice bien que no les pertenece. La franqueza está de más. Y así, Pedro Sánchez anda coronando su mes de nominación con promesas de las de verdad, es decir, de las que no se cumplen. Rita Barberá afronta veinticinco años de descaradas verdades desde detrás de una ventana, como la vieja del visillo. Todo lo que dijo Mariano es verdad, salvo alguna cosa. Herencias, cuentas suizas, libros contables, financiación ilegal, chantajes, promesas no son más que cortinas de humo pespunteadas de mentiras y de verdades mal contrastadas. Por el bien de España, dicen, y vamos y los votamos porque el ser humano cree mentiras cuando no encuentra verdades en las que creer, por decirlo a la manera de Larra. Pero estamos viviendo en un hotel ficticio de estrella y media con la llave echada por fuera. Hasta que la verdad se imponga y obligue a cerrar por decepción.


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