Hay quien dice que solo podemos
solucionar aquello en lo que somos parte, por lo que, si queremos una solución,
tenemos que ser parte del problema. Sin embargo, esta máxima funciona
literalmente al contrario en un proceso judicial. Parece ser que, si eres parte
procesal, ya puedes haber matado a Manolete y presentarte ante el juez con la
cornamenta puesta y aún tintada de rojo, que se te permite negar la mayor y
hacer responsable a tu marido de lo que llevas en la cabeza. En otras palabras,
estás exento de la obligación de decir la verdad, lo que se traduce en que la
defensa que hagas de ti mismo le resbala tanto al juez como la toga que lleva
puesta, es decir, hasta los tobillos. La solución a tu problema en estas
circunstancias tan toreras pasa por llamar a declarar a un testigo “imparcial”
que te saque del atolladero y sacudir las manos, porque es sobre él y no sobre
ti sobre el que pende el delito de perjurio como una espada de Damocles de
doble filo.
Recientemente (todo nos toca
menos la lotería) he sido citada para testificar en un juicio del que, por
supuesto, no era parte alguna. Dejando a un lado la subjetividad y los otros
juicios (los de valor) inevitables sobre la posesión o no de la razón por parte del imputado, porque no te citan para dar tu opinión, el marrón te saca a patadas
de la cabeza cualquier otra idea que pudieras estar rumiando para apoderarse de
tu sistema nervioso. Empezando ya por la recepción de la citada citación
(permítaseme) en la vivienda particular de la que suscribe, porque una carta
del juzgado te deja ya de entrada y cuando menos, a bolos, y, desde luego, no
esperas que traiga un cheque. Tampoco querría dejar de mencionar la expresión
no verbal del vecino de al lado que regresa a su morada en ese preciso momento
y se hace el remolón con las llaves en la mano fingiendo que revisa el montón
de propaganda barata que es lo único que él ha recibido, mientras te mira de
reojo pensando “uy, algo habrá hecho”. Tras unos minutos de reflexión vacía (una
no sabe bien qué pensar), ya en la intimidad de la cocina, procedo a la
apertura del sobre y, entre un montón de polvo y paja jurídico, que es un pedir
que parece un dar, entiendo que, para más acordarme de agradecerle al miura que
me ha hecho esta jugada su venida a este mundo, el juicio ni siquiera se
celebra en mi ciudad. Y el desplazamiento y las dietas, ¿quién me los va a
abonar? Por supuesto, nadie me contesta y, si me contesta, me contesta que
nadie.
Lo primero que me sale de las
tripas es rugir que yo “paaaaso de este rollo”, pero es que resulta, señores,
que es o-b-l-i-g-a-t-o-r-i-o, vamos, que o tienes la suerte de que te parta un
rayo o no te queda más remedio que acudir a sacar del entuerto al “Islero” de
turno. Ya he comentado brevemente los gastos que la broma me representa, pero para
mí se me quedan también las molestias y los nervios alimentados durante todos
estos días porque una no imagina con precisión lo que allí puede llegar a pasar, el lío
interrogatorio al que la pueden condenar para intentar rascar una respuesta poco
meditada o mal entendida (porque esta gente de negro, lo reconozcan o no, habla raro aquí y,
seguro, que allá donde me desplace), el tiempo que me van a hacer perder, que
tampoco es reembolsable, y la impotencia que me llena de bilis el estómago por no tener voz y voto para “celebrar” exclusivamente
cuanto y cuando yo quiera.
Carpe diem et noctem.
Carpe diem et noctem.